Un libro que ostenta en su tapa la expresión competencias docentes despierta, de manera inevitable y justificada, expectativas, preocupaciones, suspicacias o recelos.
Un libro que ostenta en su tapa la expresión competencias docentes despierta, de manera inevitable y justificada, expectativas, preocupaciones, suspicacias o recelos. Recelos y suspicacias en quienes han tomado contacto con este enfoque a partir de algunas versiones de “bajas calorías” del mismo. Expectativas y preocupaciones en quienes encuentran grato retozar, en forma crítica o militante, en las simplificaciones y abusos que acompañan a las “modas” pedagógicas, en este caso a la desatada por este rutilante término: competencias. Ni qué decir sobre las escandalosas implicancias de su aplicación en un campo venerado, estragado, quisquilloso, teóricamente atosigado y nunca bien ponderado y reconocido (económica y socialmente) como es el de la formación o capacitación docente. Para los1 que se deslumbran con la pirotecnia innovadora, el enfoque de competencias resulta idóneo en el trasiego del vino nuevo en odres viejos, es decir, para continuar con más de lo mismo pero con un aire renovado. Para otros, que reposan encaramados en alguno de los fundamentalismos pedagógicos que obturan hoy el debate sobre lo que la sociedad y los mismos docentes esperan de la educación, representa una suculenta ocasión para desperezarse, sacudirse las telarañas académicas y ponerse en acción para rechazarlo por su supuesto tufillo neoliberal, pragmático o tecnicista.